No, la verdad es que me era absolutamente imposible soportar a la terrible Vicky Moriarty. Había terminado saliendo y hasta soñando con ella por el embrujo de su apellido, por aquel mítico Dean Moriarty de En el camino; pero, finalmente, el único toque aventurero de la tal Vicky era aquella particularidad suya de quedarse dormida en cualquier parte, por culpa de una enfermedad bastante rara cuyo nombre nunca conseguí memorizar. Ya no sé cuántas veces, en alguna expedición campestre del Club de Amigos de los Pájaros al que pertenecía, la habían perdido de vista y la habían terminado encontrando cien metros más atrás, durmiendo parada apoyada en un arbusto.
Es que mirar pajarracos con su largavistas importado era una de sus actividades favoritas, e innumerables veces había intentado arrastrarme a las islas del Delta a acompañarla. Como yo nunca aceptaba, terminó preguntándome si era que estaba celoso de los de su Club. ¡Puta madre, celoso de esos bizcos anteojudos de remera con cuellito! ¡Me bastaba con verlos hacer malabarismos callejeros con las llaves del coche de papá en las esquinas de cerca del colegio, o abrir y cerrar una y mil veces sus navajitas suizas de ciento ocho funciones –que eran al mismo tiempo su mayor orgullo y su único tema de conversación–, para tener ganas de vomitar durante un par de cuartos de hora! ¡Por mí bien podían hacer un sexteto y entrechupársela salvajemente si les divertía!
Porque hay que decir que lo único que despertaba a la penosa Vicky Moriarty era que se la cogieran, y tantas veces como fuera posible. Lo cierto es que el único lugar donde no se quedaba dormida era en la cama. Ahí su rostro casi estúpido y su horrible gusto para vestir y hasta su clara incapacidad para enhebrar un pensamiento con otro se hacían a un lado, dejando al descubierto una de las vaginas más lubricadas de esta parte del mundo, y un cuerpo pequeño pero perfecto, moldeado en los entrenamientos de gimnasia deportiva de su infancia, y luego perfeccionado en las patéticas aunque eficaces clases de aerobic de su adolescencia.
Tal vez, lo mejor para ella hubiera sido dedicarse al salto en alto o al fisicoculturismo, a actividades que no necesitaran en absoluto de inteligencia o de gracia. Pero había descubierto el deporte de las camas y ya nada la había detenido en su afán de perfeccionarse. Era una chica nacida bajo el sino de la voluntariosidad, y de golpe el descubrimiento de un talento especial para algo la había llevado directamente a ahondar cada vez más en la cuestión.
Así fue que empezó a ganarse en el colegio una justa fama de perra en celo. Ya no sé cuántas noches me desperté entre sudores, pensando en su vagina chorreante y su rostro vicioso sacudiéndose sobre mí como en una silla eléctrica. En esos momentos volvía a ella su verdadero lenguaje, que era el de los gemidos y los chillidos ahogados (dicho sea de paso, era una lástima que no existiera ninguna manera legal de explotar comercialmente aquel don tan extraordinario). ¡Dios, pero apenas el asunto terminaba yo no deseaba más que una cosa: escaparme al bar más cercano a tomar algo con quien sea, o dar una solitaria vuelta bajo las estrellas meditando acerca de nada! ¡Cualquier cosa con tal de irme de ahí! Y parece que ella había terminado dándose cuenta –no era demasiado difícil, así que sólo tardó un par de meses en comprenderlo–, porque cada vez me ponía más trabas para acostarme con ella. Que mi madre, que tu padre, que los pájaros, que la cabeza, que me duele, que charlemos.
Así que ahí estábamos. Yo le arrojaba temas de conversación y ella los destrozaba en tres zarpazos como una leona torpe destrozaría la mano que le extiende comida. Si en quince minutos más no conseguía llevármela a la cama, planeaba irme a vagar por la avenida vecina, a fumar cigarrillos y mirar pasar a las chicas, disfrutando de una compañía más agradable –la mía propia, sin ir más lejos. De hecho, en aquel momento estaba por comenzar, en esa misma avenida, la Hora de los Perdedores, el momento en que los fracasados de todo calibre y edad (ya que hay que entender que la mayor parte de los perdedores nacen perdedores, y que sólo un esfuerzo sobrenatural puede extraer a un hombre de las fauces de su destino) invaden la ciudad, y uno puede sentirse reconfortado por ser al menos el que es, o experimentar una poética piedad hacia el género humano en su conjunto, hacia todos aquellos que habrán de perder una a una sus ilusiones hasta terminar extraviándose solos por los Desiertos de la Muerte, sin más preparación que la que puedan brindarles los programas de televisión de después de medianoche…
En fin, Vicky y yo estábamos sentados ahí, en las condiciones ya explicadas, en el bar de la esquina del colegio, cuando acertó a pasar por ahí Julito Ayala, uno de mis enemigos número uno. Ver su pelo naranja y su cara pecosa bastaban para darme deseos de volverme monje o de asesinar –según el día.
–¿Qué hacen, chicos? –preguntó el muy imbécil, con esa manera desagradable de hacerse el simpático que tenía cuando no veía a nadie más a quien molestar y tenía un buen rato que perder en medio de la completa inutilidad de su vida. Le contesté con un gruñido que debe haber confundido, en su jerga zoológica, con una invitación a sentarse, porque eso fue lo que hizo de inmediato.
–¿Qué cuentan de bueno? –preguntó, en un espasmo de inspiración.
–Sólo idiotas que pasan. Sos el decimo octavo, y sería bueno que siguieras pasando –iba a contestarle, pero Vicky, viendo mi mirada hostil, y siempre con ganas de molestarme, le dio una cordial bienvenida. Había que desconfiar de ella: era capaz de revelarle hasta nuestros truquitos amorosos más secretos al primer estúpido que apareciera.
–Estábamos hablando del examen de biología. Parece que va a ser sobre fitoplancton –le contestó.
Él le retrucó con una frase insípida, ella se esforzó por recordar un dato intrascendente y luego ambos llegaron a la conclusión que todo el mundo conocía con aire de estar descubriendo la Atlántida.
Entonces yo empecé a ser víctima del famoso Síndrome del Aniquilamiento. Comencé a hundirme en la silla, perdiéndome en algún lugar entre las circunvoluciones de mi cerebro, entre las razones para irme y las razones para quedarme y los deseos de que el mundo y yo fuéramos distintos y llegáramos a un acuerdo más conveniente para ambos. Llegaron entonces dos miembros del famoso Club de Molestadores Profesionales de Pájaros, junto a un par de imbéciles más. Todos sorbían interminablemente sus cervezas importadas o sus Coca-Colas, encendiendo sus cigarrillos mentolados con Zippos de cien pesos poniendo cara de ya ser adultos y habilidosos encendedores de cigarros profesionales, riéndose de los desabridos chistes de Vicky como si estuvieran frente a la reencarnación de Rabelais. En realidad, supongo que estaban todos como drogados por el humo rosado y dulcísimo que parecía brotar de sus pantys naranjas, y no pensaban más que en escalar posiciones en su mundo hasta lograr finalmente acostarse con ella.
Pero hagamos ahora un ligero y muy excusable paréntesis.
Para decirles que, cuando yo recién empezaba mi adolescencia, mi visión del Paraíso era, por lo menos, bastante curiosa: una mesa con cinco o seis personas que llevaran una charla sin dificultades –no como cuando hay sólo dos personas y los temas van extinguiéndose rápidamente sin dar lugar a ningún sucesor. Yo estaría sentado en un rincón, despreocupado de toda otra cosa que no fuera más que tomar cerveza, fumar cigarrillos y hacer comentarios ingeniosos o cínicos que adornaran o destruyeran la conversación principal. Sin olvidar, por supuesto, la presencia de una chica hermosa y repleta de sagrada cordialidad cuya atención y amor iría captando lentamente a través de mi lluvia de ingeniosidades. Ustedes se preguntarán cuál era entonces mi diferencia con todos estos pelagatos de los que les he estado hablando. Y la verdad, me decepcionan un poco, al andar haciéndose preguntas por el estilo. Porque bueno, creo que ya están grandecitos como para saber que, en todos los asuntos de este mundo, las diferencias pasan por cómo se hacen las cosas y no por lo que se hace en sí mismo.
Pero en fin: en aquella lejana época, yo era –o me consideraba– demasiado tímido como para aspirar a mayores ambiciones. Y en esta tarde junto a Vicky de la que les estoy hablando, ya hacía tiempo que había entrado al mundo de los adultos precoces, que sólo desean obtener lo que quieren lo antes posible. Aquella mesa a la que me encontraba sentado distaba mucho de resultarme el sitio ideal donde cultivar mi espíritu. Ya eran ocho o nueve los participantes del mitin acerca del examen de biología, aunque todos ellos en realidad no quisieran más que una cosa: hacerle un examen a la biología de Vicky, ya que en aquellos años y en aquel colegio no había demasiadas chicas que se dejaran hacer. Así que todo el mundo, incluso los tipos habitualmente más callados y energuménicos, hablaba como un entendido en cualquier tema que se tratase.
De pronto decidí que no podía más: me levanté y le dije a Vicky:
–¿Nos vamos?
Me miró como si yo hubiera enloquecido: ¡por Dios, irse, cuando ella acababa de encontrar su propia visión del Paraíso! Nueve jóvenes admiradores (idiotas o no, no venía al caso) hablando alrededor suyo, soñando con acostarse con ella, con la lengua por las rodillas, el cerebro atrofiado y el miembro radioactivo. Obviamente me dijo que no, que yo nunca podía quedarme en ninguna parte, que ella estaba bien ahí, y que si quería podía irme, sin problemas. Así que, por supuesto, tuve que irme: la puta de Vicky no me había dejado otra posibilidad. Y mi propia noción de “elegancia de los instantes” como justificación ante la absurdidad de la vida podía llegar a perecer desfigurada si me quedaba ahí siquiera un par de segundos más.
Los ocho idiotas deben haberse quedado petrificados de alegría, viéndome perder mi puesto, al borde del ridículo, dejándoles el campo abierto para la primera dosis de amor libre de sus vidas, después de las prostitutas dominicanas pagadas con el dinero de sus padres en los alrededores de Punta del Este. Pero no me importó: tenía una hora y algo hasta que las clases recomenzaran y pensaba pasarla de la mejor manera posible. Y, por supuesto, lamentarme no estaba entre mis planes. Como decía mi padre, “A mal tiempo, buena corbata: si estás herido, no te lo demuestres ni a vos mismo.” O, como yo suelo agregar: “No odies mañana lo que puedas odiar hoy.”
Me fui entonces en busca de mi amigo Arnoux. Sabía dónde encontrarlo, porque siempre se sentaba en la misma escalera a tragar su comida y esperar un milagro ocasional que lo colocara en ruta hacia las estrellas. Es que Arnoux era lo que se dice el modelo del perdedor. Pero no hablo del perdedor novelesco, ese sujeto pasablemente guapetón e inteligente que pierde sus oportunidades de “convertirse en alguien” por culpa del alcohol y de su rebeldía, más o menos activa, contra las leyes del mundo. No: Arnoux era más bien el pobre tipo, el sujeto bonachón y acomplejado, lleno de obstáculos invisibles, ese tipo de gente que un buen día desaparece sin dejar ningún recuerdo preciso, o que incluso se disuelve en un recuerdo-injerto que engloba a tres o cuatro personajes de su calaña en uno solo. No sé qué beca rara había conseguido para terminar en esa escuela de ricachones. Era hijo de un portero muy viejo que no terminaba nunca de morirse, y ya nadie recordaba que su nombre era Antonio: todos lo llamaban por su apellido. Claro que lo más común era que nadie lo llamara de ninguna manera; hacía tantos esfuerzos por pasar desapercibido que hasta los profesores parecían haberse olvidado de su existencia y le ponían una nota mediocre e invisible, sin prestarle atención a lo que hacía o dejaba de hacer.
Ya hacía varios días que no iba a verlo, porque había estado muy ocupado con las manías de viejo electrodoméstico de mi amiguita Vicky. No sé por qué solía sentirme muy a gusto con Arnoux, sobre todo desde que las autoridades del colegio habían desarmado la Sociedad de la Navaja (de la que yo nunca fui realmente miembro, pero sí aliado o simpatizante o algo por el estilo) y expulsado a todos mis pocos amigos por borrachines o navajistas. Tal vez fuera porque Arnoux era alguien que nunca pedía nada, y que siempre lo recibía a uno con una sonrisa. Desde que yo había superado el temor que le suele provocar ese tipo de personas a la gente normal –el miedo a que su desgracia sea contagiosa–, me agradaba mucho darme una vuelta por su escalera y mantener con él una intrascendente conversación sobre fútbol o sobre música. Yo ya conocía sus opiniones –que no eran muchas, sino sólo un puñado– y hallaba un extraño placer al hacérselas recitar una y otra vez. Me gustaba la estabilidad del personaje, el hecho de que, mientras el mundo y mi cerebro atravesaban por centenares de cataclismos, él se mantuviera siempre igual, con sus mismas opiniones y costumbres.
Pero ya estarán imaginándose, por todo lo que les dije antes, que esa tarde Arnoux no me esperaba sentadito en su escalera habitual. Le pregunté por él a un par de chicas gordas y aplicadas que estaban parloteando por las inmediaciones, y me enteré de que lo habían agarrado metiendo mano dentro de una mochila ajena y lo habían expulsado del colegio de inmediato.
Las gorditas lucían compungidas, aunque no exageradamente. Pensándolo mejor, más bien parecían incómodas con su papel, como cualquier persona que tuviera que informar de una tragedia que en realidad le importa muy poco y hasta le causa cierta gracia. O no, en realidad ya ni sé cómo lucían aquellas malditas pobres chicas. Bajo mis pies, la tierra se resquebrajaba.
Debía haber algún error. No podía ser cierto. Esa gente que nunca tiene nada mejor que hacer que reírse del más débil, de la que siempre hay cientos de ejemplares hasta en el colegio más pequeño, debía haberle tendido una trampa para divertirse un rato. Como aquella vez en que habían convencido al tartamudo Trubba de que Bonifetti, la chica más linda del establecimiento, estaba enamorada de él, para después esperarlo con una cámara de video y filmar su patética y trabada declaración amorosa. Poco les importaba si así arruinaban una vida. Pobre Arnoux. ¿Qué destino se abría ahora ante él? La vergüenza eterna. Dondequiera que fuera, los rumores lo seguirían. El ladrón de cartucheras. Ni siquiera el aura fascinadora del crimen estaría ahí para protegerlo: nunca sería más que un pobre diablo; nadie le temería, pero todos le tendrían aprensión. Ya nunca podría entrar a casa de nadie sin que lo hicieran desnudarse para revisarlo a la hora de partir. Usarían linternas infrarrojas para revisarle el trasero, por temor a que se hubiera introducido ahí una lapicera o quién sabe qué bizarros tesoros domésticos. Aunque lo más probable era que ya nunca lo dejaran entrar a ninguna parte. Tendría que irse del país. Tal vez incluso del universo.
¿Por qué todo eso me afectaba tanto? Como ya dije, me había terminado encariñando con aquel pequeño mutantecito. Pero había algo mucho más importante: se había convertido en una suerte de derivación paralela de mi propia existencia, como una posibilidad de mi propia vida que había seguido su curso independiente más allá de mí mismo. Yo podría haber sido Arnoux, podría haber sido esa clase de muchachito tímido y asustadizo que ha abandonado toda esperanza de participar hasta en los más mínimos acontecimientos del planeta. Tal vez todos, o al menos todos los bichos raros como yo, hubiésemos podido ser él. Si tan sólo hubiera terminado dejándome vencer por la hostilidad del mundo exterior, por la dificultad de los movimientos y las palabras, como tantas veces estuve a punto de hacer, y tantas veces de hecho hice, pero si ese abandono hubiera sido generalizado y no circunstancial, si mi furibunda personalidad no se hubiera interpuesto como un escudo entre mi falta de carácter y el mundo, quién sabe cómo hubiera terminado todo aquello, a qué dostoievskianos sucuchos me hubiese condenado la vida por ser incapaz de cumplir siquiera con sus órdenes más básicas…
Era un momento crucial. Porque si el mundo se atrevía a hacerle daño a un tipo tan inofensivo como Arnoux, estábamos todos en peligro. Todos seríamos denigrados y paseados por las calles como fenómenos de circo, como tigres desdentados, sin una mínima partícula de orgullo detrás de la cual resguardarnos del ridículo y el escarnio de las multitudes de imbéciles cagones envalentonados.
Empecé a regresar hacia el bar, casi sin pensarlo, pero a los pocos metros me detuve. Era obvio que aquellos estúpidos nerds no habrían abandonado su posición estratégica, montando sitio alrededor de la vagina de Vicky, y que el tema de Arnoux ya habría sido tratado con absoluta voracidad, como una pobre ramita indefensa arrojada a la oscura caldera de la conversación frívola, provocando que aquellos que eran más dignos de rechazo y de náusea pasaran por sujetos ubicados y sensatos, y que aquellos que se merecían toda la piedad de todos los corazones del universo terminaran aplastados por la vergüenza y los sobreentendidos.
Ya había sido demasiada la humillación a la que había expuesto mis propios principios sin razón valedera, sólo por una estúpida muchachita de vagina dorada. Decidí que iría a visitar a Arnoux a su casa, ya que estaba claro que, si no era yo, nadie iría a verlo jamás, ni siquiera todas esas chicas de anteojos y aparatos bucales a las que, de tan tímidas, se las termina siempre tomando por buenas.
Fui bordeando el Golf, entre los árboles de moras blancas y los monoblocks supuestamente elegantes construidos ahí donde antes se alzaban las demolidas villas del Bajo. Llegué al edificio del que el padre de Arnoux era portero y estuve un buen rato tocando el timbre. Al final, una puerta se abrió en el fondo del pasillo y la madre de aquel santo cleptómano vino hacia mí con cara de poquísimos amigos, muchísimas lágrimas y una cantidad a designar de pastillas para los nervios.
–¿Sí? –me preguntó. Era la primera vez que la veía, aunque ya varias veces había acompañado a Arnoux hasta su casa.
–¿Puedo ver a Antonio? –le pregunté.
–Antonio está descansando.
Creo que nunca antes había escuchado que lo llamaran dos veces seguidas por su nombre de pila. Insistí entonces con una tercera y la madre replicó con una cuarta. Lucía más cansada que un Ami 8 de los años 60. Era obvio que para ella nuestra conversación debía terminar cuanto antes. Pero yo insistí, expliqué que era amigo de Antonio (“Antonio no tiene amigos”, me contestó la madre, no sé si con pena o con un extraño orgullo), que necesitaba verlo, que se había cometido una injusticia. Ella me escuchaba en silencio, demasiado sedada para reaccionar. Alguien que seguramente sería el hermano menor de Arnoux apareció entonces, preguntando:
–¿Qué pasa, mamá?
Volví a repetir lo que había estado diciendo, aunque las palabras se me enredaban entre sí y terminaban diciendo cualquier otra cosa, mientras el temor de estar ofendiéndolos me iba paralizando cada vez más. Algo andaba mal: aquellas personas me miraban incrédulas, como preguntándose si era cierto lo que estaban oyendo, y sólo una fatiga extrema les impedía contestarme o echarme a patadas del lugar.
Finalmente, el hermano me hizo gesto de que lo siguiera y se marchó por el pasillo hacia el departamento, que estaba en la planta baja de un edificio decrépito. No había demasiada luz, pero creo recordar que la casa de los Arnoux estaba completamente atestada de trastos viejos, que por todas partes había cajas y muebles tapados con alfombras o con sábanas descoloridas, pero que de todos modos alguien (la madre, supongo) intentaba mantener una apariencia de orden entre todo aquello, colocando vasos con flores, portarretratos y mantelitos bordados por doquier, con una dedicación entre enternecedora y escalofriante.
El hermano de Arnoux me guió hasta una habitación diminuta en la que evidentemente debía vivir mi amigo. Dudó un momento y luego abrió un pequeño armario escondido, y se hizo a un lado para que yo pudiera ver su interior. Para que yo también pudiera tener mi pequeña visión del Infierno que me hiciera compañía durante el resto de mi vida
Aquello era alucinante. Había ahí toda una interminable colección de lapiceras, sacapuntas, gomas de borrar, compases, transportadores, reglas, cutters, tijeritas, papeles secantes, de calcar y de forrar, y quién sabe cuántos útiles más, algunos de ellos muy caros y coloridos, otros viejos y casi irreconocibles, muchos de ellos con una inscripción con el nombre del propietario original, dando la pista de quién sabe cuántos millares de robos metódicos y sistemáticos cometidos durante años. Todo aquello estaba ordenado de una manera asombrosamente puntillosa, e identificado con etiquetas seguramente también robadas: ahí estaba el botín que el silencioso Arnoux había ido amasando a lo largo de los últimos diez años, desmantelando cientos de cartucheras perfectas de cientos de alumnos aplicados e insoportables.
No dije una palabra. Me fui de aquella casa (a Arnoux no se lo veía por ninguna parte, después me llegaría el rumor de que lo habían metido en una clínica psiquiátrica) y estuve vagando por la calle durante un tiempo que me pareció larguísimo. Finalmente, había terminado faltando a clase sin siquiera proponérmelo. Anduve dando vueltas por las disquerías de la avenida Cabildo, comí un par de Frankfurters en la galería de siempre y miré las mujeres pasar hasta quedar definitivamente paralizado en el capot de un auto, horrorizado por la cantidad de vidas que nunca viviría, y por entrever mi extraño destino, que me guiaría siempre hacia las puertas más tristes y solitarias, alejándome imperceptiblemente del resto de los seres humanos hasta que ya toda esperanza se transformara en una mera casualidad.
Atardecía. Me acerqué a un teléfono público y disqué el número de Vicky Moriarty. Dos veces seguidas, separadas por un par de minutos, escuché su voz quebrada y serpenteante repetir “Hola… Hola…” sin atreverme a decir nada. La tercera vez ella dijo: “Sé que sos vos, K. Estoy harta de tus manías. ¿Cómo pudiste dejarme sola rodeada de todos esos imbéciles? No quiero saber más nada con vos.”
No cortó, sino que se quedó respirando muy fuerte por el auricular del teléfono. ¡Dios, hasta su respiración sonaba a sexo desenfrenado! Estuve escuchándola un rato y después, siempre sin decir una palabra, corté.
Y juro que lo sentí un poco, ya que me costaría mucho encontrar otra vagina como aquella. Pero bueno, así eran las cosas.
Duro es el camino del hombre de corazón.
¿Qué fue lo que me agarró? ¿Qué fue lo que me hizo tomar el tren en la dirección contraria a la que pensaba hacerlo, la dirección donde me esperaban mi casa, mi mujer, mis libros y todos mis proyectos de futuro? ¿Fue la influencia de la luna, fue un clic inesperado en mi cerebro, o simplemente la belleza fantasmal de aquella estación desierta, que parecía invitarme a toda una vida de estaciones desiertas? No sé, no tengo ni idea, pero les puedo asegurar que apenas subí al vagón me sentí bien. Increíblemente bien.
Era medianoche pasada y el tren estaba casi vacío: un hindú trasnochado por aquí, un árabe madrugador por allá. Solía tomar ese tren todas las noches, cuando trabajaba como encuestador telefónico, en mis primeros días en Francia. Por entonces, terminaba mis jornadas tan agotado que jamás se me hubiera ocurrido hacer otra cosa que regresar a casa a dormir.
Era un vagón nuevo, de esos que aún huelen a plástico. Tal vez, en otra ocasión, los colores pasteles de los asientos me hubiesen parecido de un gusto dudoso, pero esa noche me recordaron detalles estúpidos de mi infancia: los colores de una piscina inflable, unas viejas sábanas de “Pacman”. Al fin de cuentas, una de las cosas más difíciles de vivir en el extranjero es esa imposibilidad de comunicar los recuerdos más tontos, que suelen ser a la vez los más emocionantes: un antiguo programa de televisión, una canción idiota, una expresión pasada de moda… En ese sentido, tal vez casarse con una mujer autóctona no fuese una gran idea. Hay momentos en que hablar de un chocolatín es más importante que hablar de arte o del sentido de la existencia.
Mi amigo Thomas y yo siempre teníamos discusiones al respecto. Él decía que lo que más le gustaba en una mujer era esa especie de enigma o de misterio que por siempre había de separarlo de ella. Cultivaba la incomprensión como otros cultivan el exotismo. Acumulaba las amantes de todas las procedencias: egipcias, japonesas, uzbekas, mexicanas. Supongo que sería su manera de viajar sin salir casi nunca de París. Yo, para molestarlo, le decía que esos eran puros vicios de autóctono (“autóctono”, “indígena”, “aborigen”, son los términos que siempre usé para hablar de los franceses en Francia), y que ese enigma inaccesible que lo fascinaba era casi siempre sólo una acumulación de detalles banales del tiempo pasado: personajes de series de tevé, viejos hits estúpidos, jingles de galletitas que atraviesan día y noche nuestros parlanchines cerebros.
Los minutos iban pasando, y por la ventanilla desfilaban casas cada vez más viejas y espaciadas. Y postes de luz, carteles publicitarios, puentes sobre ríos, fragmentos de bosques. Me repantigué en el asiento y estiré los pies. Respiré profundo aquel olor a plástico nuevo, que es como olor a nada y me parece el mejor aroma para comenzar un viaje. Aunque no sabía si lo mío era un viaje o qué. “Excursión” me pareció la palabra adecuada. Saqué mi cuaderno del bolsillo y la anoté. Me sentía contento como un boy-scout que se va de pic-nic.
Sin embargo, después de un rato, algo me empezó a poner nervioso: un negro que hablaba a los gritos por su celular, con una señorita o señora a la que juraba no conocer. Todo el tiempo repetía su nombre (“Diana”) y decía “No, no sé quién sos”. Después empezó a repetir otros nombres, de conocidos en común, que la mujer le proponía; él se quedaba pensando un momento, paladeando el nuevo nombre, y repetía: “No, no me dice nada…” Tenía una voz grave de profesor de gimnasia, e imitaba la forma de hablar de los rapperos de suburbio parisino.
No necesitaba verlo para imaginarme cómo debía mover los brazos y la mandíbula, como si estuviera en un video de gangsta rap americano. Siempre he detestado toda esa mística del gangsterismo de video clip que florece en los suburbios europeos. ¿Por qué no se van a dar una vuelta por L.A. Este, o mejor por los barrios bajos del Tercer Mundo, ya que tanto les divierte, a ver si salen vivos de ahí?
El tipo seguía rapeando nombres de gente y negando conocerlos. Se me ocurrió que yo me hubiese comportado exactamente igual que él si hubiese querido borrar toda mi vida pasada. Me bastaría con tomar los diversos nombres que la constituían para irlos vaciando uno por uno de su substancia, hasta convertirlos en simples palabras, rastros de viejos sueños o viejas lecturas, desprovistos de un significado claro. Para ver si funcionaba, me empecé a entrenar con personajes menores, que podía eliminar fácilmente sin que el resto del edificio de mi vida se resintiera. ¿Aquel compañero de voley-ball de mi adolescencia, apodado “La Mole”, con el que le arrojábamos frutitos de pino a los peatones por la ventanilla del ómnibus? ¡Fuera! ¿Aquel energúmeno llamado Grillo Trubba con el que nos paseábamos arriba abajo por la calle de los cines, robando revistas en los kioscos y metiéndonos a tomar agua en las heladerías? ¡Fuera también! Y conocidos de vacaciones, colegas de trabajos patéticos, gente de las afueras de Buenos Aires en cuyas casas entré cuando trabajaba de encuestador callejero, idiotas de todo tipo, compañeros de borrachera que emigraron a España, a Israel, a alguna provincia remota. ¡Fuera, todo el mundo, de regreso a la oscuridad de la que nunca deberían haber salido!
No era un ejercicio demasiado peligroso: era toda gente incapaz de defenderse. Las dificultades comenzaron cuando empecé a atacar a gente más importante: cada vez, había otros personajes que se alzaban del fondo de mi memoria para interponerse. No podía extraer los recuerdos de a uno. Tenía que borrarlo todo junto o nada.
No sé por qué me acordé entonces de mi mujer, Lucille, y más precisamente de diversas ropas que ella solía usar, y de la emoción que yo sentía en otros tiempos cuando las iba sacando del lavarropas. Cuanto más viejas y gastadas estaban, más emocionantes me resultaban, pues más recuerdos me traían (recuerdos que no hubiese sabido explicitar, pero cuya vaguedad los volvía aún más fuertes). Por eso siempre me sorprendía cuando ella se quejaba de que no tenía nada que ponerse. Espero que no piensen que estoy loco, o que soy maquiavélicamente avaro, si les digo que hubiese preferido que siguiera poniéndose por siempre las mismas remeras agujereadas, los mismos pullóveres desteñidos.
En fin, creo que nunca me gustó demasiado el futuro. Quizá mi palabra favorita sea: “reminiscencia”.
De pronto me asaltó la idea de que tal vez no hubiese nadie del otro lado de la línea. Quiero decir: que el negro del tren estuviese sólo representándonos una escena. Ninguna mujer en su sano juicio hubiese soportado esa perorata tanto tiempo: cualquiera hubiese cortado de inmediato, y Dios sabe si a las mujeres les gusta hacerlo. Por supuesto, existen también mujeres desquiciadas, pero ese es un terreno en el que me especialicé bastante durante mi juventud, y puedo asegurarles que no existe ninguna damisela capaz de soportar algo parecido.
Pero ¿por qué alguien se pondría a hablar a los gritos con nadie, por un celular, en un tren de medianoche? Cualquier escritorcito al que le guste hacerse el listo diría que “tal y no otra es la condición humana”. Boludeces. Pero se me ocurrieron varias hipótesis. La más obvia: lo hacía para darse importancia, frente a sí mismo o frente a los pocos y adormecidos pasajeros que lo rodeaban (cada uno tiene el público que se merece). La más rebuscada: para entrenarse para una conversación futura, en caso de que una mujer que lo hubiese ignorado resolviese volver cuando él ya fuera rico y famoso. O quizás el tipo se imaginaba que hablaba con Diana Ross, o con Lady Di en el más allá. O hasta puede que se tratase de una terapia nueva, recomendada por psicoanalistas lunáticos, por libros new age de ventas millonarias: “Gane en autoestima negando a quienes lo lastimaron”. El tipo de libro que Lucille leía cuando buscaba provocarme.
Ya que estaba sorprendiéndome a mí mismo, me pareció coherente verme levantarme y preguntarle sin ningún preámbulo al rapero telefónico:
–¿No estás hablando con nadie, ¿no es cierto?
–¿Cómo? –me gritó, y le dijo al teléfono–. Esperá un momento –y volvió a gritarme–. ¿Qué decís?
–Que no estás hablando con nadie. Que no hay nadie del otro lado del teléfono. ¿Es así o no es así?
–¿Estás mal de la cabeza? –exclamó, y le dijo a su misterioso interlocutor–. Esperá, ahí vengo. Tengo que resolver un asunto.
El asunto iba a derivar en pelea. Los hindúes del vagón se habían despertado y se esforzaban en fingir que no podían vernos. No sé por qué, pero me sentía cada vez más obsesionado por averiguar la verdad.
–Prestame tu celular, por favor.
–¿Cómo?
Extendí la mano con gesto autoritario. El negro se echó hacia atrás y le dijo al aparato:
–Tengo que colgar. Después te llamo.
Cerró su teléfono y me miró con cara de pocos amigos.
Su gesto había tornado inútil cualquier intento de verificación.
–¿Y ahora? –dijo, y se puso en guardia.
De pronto fue como si me hubiera despertado. ¿Cómo demonios había llegado hasta ahí? Todo estaba perdido. Sólo me quedaba la fuga. La fuga hacia delante o hacia atrás. Maniobré un poco y me las ingenié para poner un par de asientos entre el amigo de Lady Di y yo.
–No era nadie, ¿no es cierto? –le dije, para ganar tiempo.
–¿Estás buscando problemas?
–¿Es cierto o no es cierto?
–¿Estás buscando problemas?
De pronto el tren se detuvo en una estación como las otras. No lo dudé. Salí del vagón, aunque sin correr: la carrera atrae la carrera. El negro me lanzó un par de insultos sobre mi condición blanquecina, la puerta se cerró y eso fue todo.
Una vez que el ruido del tren se hubo evaporado, se hizo un gran silencio. Cerré los ojos y empecé a distinguir coros de grillos, ruido de viento, un extractor de aire lejano, e incluso voces. Había sido el único en bajar ahí, pero justo enfrente se alzaba un barsucho/local-de-apuestas que, milagro de los campos de Francia, estaba abierto a pesar de la hora tardía.
Era el prototipo perfecto de ese tipo de tugurios. Un basural hubiese sido más limpio. Una cárcel, más acogedora. Y sobre todo, sobre todo estaba lleno de aborígenes hostiles; tenían todas las características habituales: los bigotes frondosos, la mirada vidriosa de alcohol, el habla incomprensible. Thomas siempre me decía que yo exageraba la hostilidad de los autóctonos. “¡Esos extranjeros sin cara de extranjeros que vienen a por nuestras mujeres!”, le decía yo, imitando el acento de alguna campiña inexistente. Recordé nuestras risas de entonces, y me dio un escalofrío en la espalda.
Pedí un café y me senté en una mesa solitaria, junto al flipper. Saqué mi libreta y me puse a anotar detalles del lugar: el olor a desinfectante, las cucarachas que aprovechan la oscuridad para venir a zamparse un resto de sandwich… Hubo ciertas noches, con Lucille, en que terminamos también en bares como ese. Recuerdo una vez en que nos había sorprendido un diluvio casi tropical en un rincón perdido del barrio 12. Recuerdo el agua que chorreaba de su pelo, la manera en que se reía, el café intomable que nos sirvieron. Creo que Thomas también estaba con nosotros, esa noche, y que hizo un comentario lapidario sobre aquel tipo de antros. A mí, la verdad, siempre me simpatizaron esos lugares, sobre todo por las noches, cuando están desiertos. Cada vez que me hablan de un bar horrible, me imagino más bien un bar atestado, lleno de turistas y de autóctonos fanfarrones, en el que pasan música seudo latina y sirven tragos con nombre en inglés.
Entonces apareció la patrona – una rubia entrada en carnes de mirada increíblemente simpática. Había algo en ella que de inmediato me hizo sentir reconfortado, como si entendiera de dónde yo venía, o tuviese alguna noción de dónde estaba yendo. “¿Busca un hotel, señor?”, me dijo, mientras repasaba la mesa con un trapo. Alrededor, los parroquianos me lanzaban miradas de muerte súbita.
A decir verdad, no sé por qué la mujer me preguntaba eso, si yo no tenía valijas ni nada que me identificase como viajero. Pero en fin, supongo que cuando uno va a la deriva se le debe notar en la cara, o por lo menos que la gente que ha andado a la deriva reconoce fácilmente a sus semejantes.
Le dije que no gracias, pero preferí no dar explicaciones, no inventar mentiras que después hubiese sido incapaz de sostener. Me sentí incómodo, o avergonzado, dije unas palabras confusas y me fui. Di vueltas por ese pueblo desconocido, intentando perderme, pero siempre terminaba regresando a la estación. Probé entonces de tomar una de las direcciones que indicaban las flechas, el nombre de un lugar que ya ni recuerdo, y llegué hasta la ruta.
Caminé durante un buen rato, atravesando pueblos desiertos, intentando mantener la mente en blanco. Pero no dejaba de acordarme de conversaciones con Thomas, en los tiempos en que aún hubiera utilizado la palabra “amigo”. Habíamos nacido a escasos días de diferencia, a miles de kilómetros de distancia, y nos divertía decir que éramos hermanos, hermanos perdidos. Pero supongo que, a pesar de mis esfuerzos, todavía estaba un poco bajo el shock, porque no paraba de buscar y encontrar pistas de nuestra situación presente en conversaciones que creía haber olvidado.
Por pensar en otra cosa, me puse a tratar de entender lo que había sucedido en el tren. Una vez más: ¿qué me había agarrado? Habitualmente nunca me meto en ese tipo de trampa mortal. ¿Qué me importaba si el pobre tipo quería hablar con la Princesa Diana, o hacernos creer que el hecho de que conociera o no a alguna persona pudiese tener alguna importancia para alguien en el mundo? Pero lo peor es que, mientras me internaba alegremente en la boca del lobo, ni siquiera estaba realmente ahí. Seguía rumiando solo en mi rincón, buscando las palabras adecuadas para decirle a Thomas y a Lucille en caso de que me los encontrara en alguna parte. O las palabras que debería haber dicho. Veía una y otra vez la misma escena. Preparaba una linda frase, llena de sobreentendidos: “¿Desde cuándo, esa preferencia por las autóctonas?” Pero era idiota. Absolutamente idiota. Y sobre todo, no servía para nada.
Finalmente amaneció. Entré en un pueblo igual a todos los otros: la calle desierta, la iglesia cerrada, los bancos llenos de musgo. Un cartel con el nombre del pueblo tachado, que nos anuncia que apenas acabamos de entrar ahí y ya estamos saliendo. Grandes ovillos de heno. Perros que ladran. Vacas desconfiadas. Los tractores madrugadores, y la vieja pareja de campesinos que sale a ver si el mundo sigue estando ahí afuera, esta mañana.
Me senté a un costado de la ruta y empecé a arrancar el pasto y a partirlo en pedacitos, como cuando era niño. Cada coche que pasaba era como una detonación, sobre el fondo sonoro de canto de pájaros. Las colinas parecían una vieja pintura, el fondo de un magnífico cuadro que seguramente nadie pintaría jamás. Y el cielo, el cielo era algo indescriptible. No recuerdo el nombre del pintor que se especializaba en ese tipo de cielos; ya saben: nubes por doquier, grises, blancas y negras, y en el medio un pequeño rayo que representa a Dios, o la gracia, o las escasísimas chances que tenemos de alcanzar algún día la redención. Creo haber leído eso en un libro. Nunca he entendido mucho sobre pintura. Lucille siempre se burlaba de mi manera de confundir a un pintor con otro, y más en general a casi todo el mundo con casi todo el mundo, toda cosa con otra cosa, un estado de ánimo con otro estado de ánimo… Supongo que no debía ser fácil vivir con alguien que, la mayor parte del tiempo, se mueve como un fantasma por la vida real. Alguien que nunca se sabe en qué está pensando y que finalmente sólo está perdido en una lucha solitaria contra las palabras, o intentando insuflarle su propia vida a uno de sus reemplazantes en el mundo de la ficción.
Al fin de cuentas, como todo el mundo, siempre termino escribiendo la misma historia. Apenas hay que rascar un poco bajo la superficie y ahí están: los eternos muchachos que fingen ser hombres y que al final, como todos nosotros supongo, terminan volviéndose transparentes. Podemos ver entonces al niño asustado en su interior, accionando las manecillas del robot en forma de hombre en el que ha sido encerrado. Los hago hacer todas las cosas que nunca he sabido hacer: dar portazos, reaccionar cuando hace falta, partir a tiempo, mostrar un amor o un odio violento hacia cada objeto de este mundo…
Si no me quedara aún un poco de vergüenza, esta sería una ocasión inmejorable para apiadarme de mí mismo. Pero bueno, por más esfuerzos que haga, no logro recordar la última vez en que lloré, y no creo que me ponga a hacerlo justo ahora.
Así es. Tal vez sea simplemente el momento de que yo mismo me vuelva transparente, de una vez por todas. Supongo que ya lo han comprendido: no hay casa, ni mujer, ni libros, no hay más ningún lugar donde regresar. El futuro es un manchón borroso en el horizonte. Un coche que pasa, dispuesto a llevarnos por delante.
Es sólo el comienzo de otra estación fantasma, como las ha habido ya tantas, en mi vida.
En fin: buena suerte, Lucille, Lucía, Lucy, dondequiera que estés a estas horas.
Y buenas noches a Thomas de mi parte.
Piensen que simplemente me fui de excursión al tiempo pasado. A hacer un largo pic-nic en las tierras del olvido.
Acababa de mostrarle a Claudio P. un par de cuentos que había escrito, muy orgulloso porque iban a publicarlos en una revisteja X de por ahí. Pero, como siempre, su reacción no fue precisamente la que yo esperaba.
–Pero ¿qué es esa manera de hacer las cosas? ¿No estás grandecito ya para saber que el mundo del arte funciona de otra manera? ¿Qué te pensás, que escribiendo un par de cuentitos bonitos vas a entrar a la historia de la literatura? ¿Sos pescado o qué?
Me empecé a reír. Conocía a Claudio y sabía que ese era el comienzo de una larga serie de furiosas barbaridades, y que más me valía guardar todas mis queridas convicciones detrás de una gran sonrisa despreocupada si quería que sobrevivieran a las flechitas envenenadas de toda la tribu de dementes en pie de guerra que frecuentan a toda hora su cabeza. Eran las diez de la noche de un martes de diciembre y estábamos en un zaguán medio ridículo, tomando del pico un vino alemán de botella azul que no estaba nada mal.
–No te rías, chabón, no te rías, que es algo serio. Parecés un escritorcito de taller literario. Pensé que la tenías más clara. ¿No te das cuenta que ningún escritor se hace famoso por lo que escribe, sino por esa especie de anécdota magistral que resume toda su obra (aunque no tenga nada que ver con ella) en tres o cuatro palabras? Fijate los más conocidos: ¿por qué es famoso Henry Miller, por qué se lo recuerda en las charlas de café y en las revistas de famosos y en los fanzines más pulguientos? Porque se supone que era borracho, vividor y escandaloso (y no viene al caso si en verdad lo era o no). Y mirá al resto: Rimbaud porque escribió hasta los veinte y era vagabundo y no se sabe si era gay y después se fue a vivir a Etiopía y se hizo traficante de esclavos o qué sé yo qué cosa (con esa anécdota, hasta el escritor más patético se haría famoso, ¿no?). Pavese porque se mató y porque era depresivo e italiano (eso en la literatura ya es una anécdota de por sí). Conrad porque fue marinero. Chesterton porque era católico en la Inglaterra protestante (visto desde acá eso no parece demasiada anécdota, por eso casi nadie lo recuerda). Sartre porque era bizco, galán y existencialista. Kerouac porque viajaba a dedo. Exupéry porque era aviador. Kafka porque sufría, y al final nos hizo la jugada del siglo muriéndose de tuberculosis y pidiéndole a un amigo que le quemara todos sus papeles. Y después tenés a tipos como Bukowski o Artaud, que son pura anécdota: ni necesitás leerlos para conocer lo que escriben. ¡Si hasta dudo de que alguien se atreva realmente a leerlos! ¡Supongo que es más divertido llevarlos bajo el brazo y hablar sobre ellos en los barsuchos de la avenida Corrientes abusando gratuitamente de los indefensos adjetivos!
–Pero hay otros ejemplos, Claudio –desgraciadamente, ninguno me venía a la memoria–. Hay un montón de escritores sin anécdota.
–Esos son los que sólo los conocen los mismos escritores, como De Queiroz, Thomas Mann o algún otro que ya ves, ni me acuerdo. Pero hasta esos deben tener su anécdota –aunque sea una anécdota para pocos– que los diferencia del resto, de los que quedan en el camino, los que nadie recuerda. Después tenés a los que crean personajes que los superan por completo, como Tom Sawyer, o Robin Hood, o Sandokán. Pero a esos sólo los leen los chicos: lo que los adultos quieren son anécdotas. Anécdotas. ¡Anécdotas!
Claudio estaba gritando; tenía los ojos achispados por el alcohol, la lengua un tanto temblequeante, y la gente se cruzaba de calle cuando nos veía ya desde media cuadra de distancia. Intenté calmarlo compartiendo un poco su absurda ironía.
–Sí, pero ¿y los que tienen a la vez personaje y anécdota?
–Esos se convierten en clásicos, como Cervantes, que no sólo era manco, sino que escribió el Quijote. Podría seguir dándote ejemplos durante horas. Homero porque era ciego. Beckett porque estaba deprimido. Shakespeare era tan bueno que no tuvieron más remedio que inventarle la anécdota de que no era él el que escribía, sino otro que en realidad era Shakespeare. Lo que no explica nada pero al menos confunde un poco. El típico método científico. Y después, claro, ya fuera de la literatura, están los best-sellers, que son sencillamente libros sin autor. Y los libros de autoayuda, las biografías de gente famosa (en ese caso, es el muerto el que se hace cargo de la anécdota), los libros escandalosos, los libros sobre temas escandalosos o polémicos o de moda, pero nada de eso es serio. Y todo lo serio que no es anecdótico ni pintoresco es sencillamente aburridísimo.
–¿Y los escritores rusos? ¿Cuál es la anécdota de Dostoievski, Chejov, Tolstoi y todos esos?
–¡Que son rusos, ni más ni menos! Si hasta creo que debe haber chabones que se pasan libros diciéndose “Leélo a este, que es ruso.” Con tanta nieve, tantos cuchitriles, tanto nombre impronunciable, con el Zar por un lado y Stalin por el otro, pareciera como si los rusos tuvieran licencia para sufrir y hacer sufrir a todo el mundo sin perder ni un gramo de dignidad… ¿Qué pasa, pibe? ¿No estás convencido todavía?
–Bueno –contemporicé–, es verdad que hay un montón de casos. Kipling porque vivió en la India. Hesse porque se tomaba por Buda. Rilke porque estaba siempre enfermo y se murió por pincharse con la espina de una rosa…
–Yo apostaría a que eso estaba planeado, o que lo inventaron los editores después de que el tipo se muriera de pulmonía. Es lo mismo que lo que hizo Dylan Thomas: el pobre tipo estaba tirado muriéndose en la cama del hospital y de pronto le agarró un miedo terrible de no haber dejado detrás suyo obra y anécdota suficientes como para que los siglos se apiadasen de su memoria. Así que se fue hasta el bar de la esquina, se tomó un par de tragos, volvió y dijo su frase más famosa, la de los dieciocho whiskys, que además quedaba bien con el título de su primer libro, etc., como siempre se acuerdan de recalcar en las solapas de sus libros. Y no le fue nada mal: desde entonces, todo el mundo lo recuerda. Es que, como a veces al mismo escritor le cuesta mantenerse bien pegadito como corresponde a su anécdota, e incluso llegada cierta edad empieza a rebelarse contra ella, o a resignarse pensando ingenuamente que la Historia se va a tomar la molestia de separar la paja del trigo, y al artista del personaje, cuando la Historia es la anécdota llevada a la enésima potencia, porque… –Claudio se quedó medio minuto en silencio, como preguntándose dónde estaba y cómo había llegado hasta ahí, y después soltó una carcajada y continuó–. Bueno, olvídalo, la frase se me retobó para cualquier lado, pero la posta es lo que ya sabés, lo que todo el mundo sabe: que en la dura y eterna lucha del escritor con su propio personaje, nunca hay mejor escritor que el escritor muerto. Pero no te apures –me dijo agarrándome del brazo, como con miedo de que me lanzara debajo de un colectivo en busca de la Eternidad–, primero tenés que escribir algo un poco más legible que esto –agregó, señalándome con un gesto bastante despectivo la carpeta con mis esforzados cuentos, que había quedado tirada en la escalera del hall.
–Pero no, si acá en Argentina…
–En Argentina es igual, o en realidad peor, porque no hay lugar para tantos. Los europeos o norteamericanos son conocidos en todo el mundo. Los argentinos, con suerte, en Argentina, hasta que pasan la prueba del personajismo y saltan como mucho a Latinoamérica. Y en el resto del mundo todos ellos, hasta los enemigos literarios más encarnizados, comparten una única y trillada anécdota, la de ser argentinos, algo que no le interesa a casi nadie. Porque tenés que entender que vivimos en manos de la prensa, que es la mayor traficante de anécdotas de la Historia de la Humanidad. Fijate sino lo que pasa acá: Borges, el escritor ciego. Cortázar, el que se fue a Francia. Sábato, el escritor amargado y por lo tanto “profundo”. Arlt, el que estaba rabioso y escribía mal, como dicen con una absurda sonrisita cómplice las profesoras de castellano medio psicobolches. Girondo, el surrealista. Sarmiento, el que era prócer y encima escribía. Quiroga, el que vivía en la selva. Pizarnik, la que estuvo en el manicomio –esa anécdota fue tan grandiosa que hizo estragos, haciendo que todas las adolescentes se pusieran a escribir como si acabaran de salir del Moyano y tomaran Rohipnol todo el día. Y después hay un par más, y al resto los conoce Magoya, o sea, con suerte, los otros escritores, que obviamente se odian todos entre sí.
–¿Y Bioy Casares? ¿Cuál es la anécdota de Bioy Casares?
–Que era amigo de Borges. Con eso parece que le bastó. ¡Ah, y cuando se murió Borges, en cierta forma lo heredó, y descubrieron que tenía su propia anécdota: que era rico, que tenía estancia, que era buen mozo, qué sé yo, que era un playboy! Y justo por esa época eso mismo dejó de ser un desastre para volverse una cualidad superenvidiada… En fin, así que lo que vos necesitás no es sólo talento, chabón; no pierdas el tiempo escribiendo boludeces, como todos los escritorcitos de ahora. Si tenés ambiciones y aspirás a esa absurda eternidad que es la Historia de la Literatura, lo que necesitás es una buena anécdota. Algo fácil y recordable, muy fuerte o muy trágico. Algo que haga que la gente diga: “¡Ah, Pablo Kramer, ese pibe que escribe! ¡El que se le murió la mamá de chiquito!”
Me sorprendí tanto con esto último que casi se me cae la botella semivacía al suelo. Claudio continuó:
–Claro. O sino bancatelá. ¿Qué te pensás, que Beckett nunca se cagaba de risa, que vivía siempre deprimido? ¡Es probable que hasta Borges viera algo! En fin, la anécdota se nace o se hace. Y si sos vivo te encontrás una.
–¿Y qué hago? ¿Me pinto el pelo de verde?
–No, esas son cosas del rock. Esto es algo serio. Puede ser un buen detalle, pero entonces tendrías que andar siempre diciendo cosas incomprensibles y haciéndote el moderno. No creo que te resulte. Podrías engañar a las revistas, pero no a la posteridad.
–¿Y entonces?
–Bueno, podrías empezar por hablar de una infancia desgraciada, un padre que te pegaba, esas cosas que están muy vistas pero siempre funcionan. A la gente le encanta la desgracia ajena. Que estés arriba pero sufras como un animal… A ver, ¿qué otra cosa…? Con eso solo no basta…
–¿Y el escritor rockero?
–No, eso no. A esta altura, todos los que tienen menos de sesenta escuchan o escucharon rock. Sería raro si te pintaras la cara como un papú y bailaras la danza de la lluvia en todas las Ferias del Libro. Pero eso no se inventa así nomás… ¡Ya sé! ¿Cómo no se me ocurrió antes? ¡El hijo del oficial nazi!
–¿Qué? –era demasiado. Mi cerebro se estaba empezando a licuar bajo el efecto del alcohol y mis oídos habían dejado de responder por lo que escuchaban. ¡Había que detener toda esa locura antes de que fuera demasiado tarde!
–Claro, ¿no me contaste el otro día que tu viejo era un oficial nazi?
–¡Vos estás loco! ¡Te dije que mi viejo peleó en la Segunda Guerra, pero era nada más que soldado! ¡Además eso ya fue por el final de la guerra, porque era rependejo! En realidad, más que nada iba a una especie de colonia de vacaciones de las Juventudes Hitlerianas.
–No tiene importancia. ¿Quién te va a pedir los papeles? ¿Le pidieron a Conrad los papeles que probaran que había sido marino? No, todos se lo creyeron sin chistar. Y de última mejor, que aparezcan detractores, que se hagan investigaciones, que alguno diga que tu viejo era quechua, o que había nacido en Bragado, o que fue al colegio tal o cual, que era compañero de banco del gordito no-sé-cuánto… O qué sé yo, que sos el sobrino de Hitler, ¿por qué no? Sería una buena tapa para una revista. Encima, tu vieja era medio judía, ¿no?
–No, nada que ver.
–Bueno, pero algo así había… Algo que la ponía teóricamente en el bando opuesto al de tu viejo.
–Qué sé yo… –me reí, con las pocas energías que me quedaban–. Militaba en el Partido Comunista cuando estaba en la Facultad…
–Da igual. En todo caso, decí que tu bisabuela era medio judía, que se llamaba Slotopolsky o algo así. O que te hicieron un bar-mitsvah por error, una noche en que el rabino estaba en pedo. No importa. Lo que vos digas que es verdad, si es llamativo, es verdad. ¡La verdad es sólo el sedimento que queda de todas las mentiras más llamativas! Andate a tu casa, escribí algo sobre tu viejo y después, si querés, lo vemos juntos. Puedo ser tu agente. “El hijo del oficial alemán. La conexión argentina. El oro nazi. El hijo del Gestapo y la moishe lo cuenta todo en su nuevo libro.” El negocio literario del siglo. No puede fallar.
–¿Me estás cargando?
–No. Andate a tu casa y escribí. ¿No decías que tenías talento? ¡Ahora tenés que demostrarlo! Agrandá: si mató a un tipo poné que exterminó a cinco mil.
–¡Pero mi viejo nunca me contó nada de la guerra! Una vez hasta me juró que no había matado a nadie. ¡Y se murió hace como diez años!
–Entonces poné que mató a cincuenta mil, porque vas a necesitar mucha más fe y mucha más fuerza en tu mentira. Andá. Cualquier cosa llamame.
Y así fue como terminé escribiendo aquel libro absurdo.